Llevo 20 minutos esperando el arribo del MÍO y el bus no aparece. Son las 6 y 45 de la mañana y ya empiezo a desesperarme. A mi lado está mi hijo Juan Sebastián que va para la Universidad. Se ve más preocupado que yo porque ya no va alcanzar a presentar el quiz previsto para las siete.
Es que a las 6 y 25 que asomamos a la estación Caldas (Calle 5 con Carrera 70) el bus articulado ya había cerrado sus puertas y arrancó sin nosotros. Una facilitadora del sistema me dice que el siguiente llegará en cinco minutos, pero no, llegó a los 20. Cuando abre sus puertas, el bus es inaccesible.
Los pasajeros, en su mayoría estudiantes, van apiñados. Tanto, que difícilmente pudimos entrar en el vehículo que tiene capacidad para 160 pasajeros. En uno de los puestos un pasajero cuenta por celular (tal vez a su mujer) la aventura de montarse en el MÍO. “Esto va rápido, los trancones están afuera, puedo dejar al niño junto al colegio y devolverme en el mismo bus por el mismo pasaje”, dice el señor. En las estaciones de Unicentro y Jardín Plaza el gigantesco aparato se desocupa. Son las 6 y 56 de la mañana. Da la vuelta alrededor de la estación Universidades y toma el camino de regreso, por la misma Carrera 100 y la Calle 5, hacia el oriente de la ciudad.
Los ojos de los conductores de vehículos particulares y pasajeros de otros buses atascados en la congestión del tráfico convencional de la Quinta, brillan de sorpresa y envidia. Cómo es que ese gusano metálico de color azul les pasa por el lado sin ningún obstáculo. Esa es la gran ventaja del MÍO.